La madrugada enfría el despacho. Escucho los nocturnos de Chopin mientras
pienso en mis amigos del colegio, del instituto, esos que coincidieron conmigo
por azar. Al lado tengo la novela de García Márquez: El coronel no tiene quien le escriba. Ese personaje, ese coronel
que pertenece a una clase militar, que luchó por su patria, por unos ideales y
valores y ahora languidece esperando su pensión durante quince años. A su único
hijo lo mataron. Lo asesinaron; lo asesinó un soldado, pequeño, aindiado, con
mirada infantil. El coronel abre el tarro
de café y comprueba que no hay más de una cucharadita. Retira la olla del
fogón, vierte la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspa
el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprenden las últimas
raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la
infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de
confiada e inocente expectativa, el coronel experimenta la sensación de que
nacen hongos y lirios venenosos en sus tripas. Es octubre. Hoy también es
octubre. El coronel vivía en Colombia. Yo en España. Pienso en mis amigos del
colegio público Pablo de Céspedes, en mis amigos del Instituto público Fidiana.
Pienso en esa sensación de palpar el tiempo que se escapaba sentado en un banco
de madera mientras las personas cruzaban la plaza y tú permanecías ahí,
observando, sintiendo el tiempo en el barrendero, en el mecánico enroscando
algo debajo de un coche, en la profesora vigilando la fila de niños alegres y
nerviosos que miran los adoquines y la fuente como una nueva aventura. Será
Chopin con sus silencios o repentinas exaltaciones; quizás sea el coronel
cuando le dice a su mujer que el gallo no se vende, que comerán mierda antes
que venderlo a su compadre Don Sabas, antiguo compañero de armas, el que vive
en la casa con dos plantas y se muere de diabetes. Será el frío de la madrugada.
Será que pienso en el sudor y en las clases de filosofía y en los codazos y en
algunos libros y en el tiempo de los carteros y en el tiempo de las farolas
encendidas durante la noche. Será que hoy he visto el programa de Salvados
sobre el colegio de El Pilar y pienso en mis amigos y pienso sobre una de las
intervenciones de Luis Enrique Otero, Decano de Geografía e Historia de la UCM,
que decía que el Franquismo y la Iglesia
Católica tuvieron muy claro el control del sistema educativo. Que la élite
leyera a determinados autores no era negativo. Porque era necesario para tener
una buena formación. Que a Machado o a Miguel Hernández lo leyeran en El Pilar
no generaba problemas. Pero a lo mejor que leyeran a Miguel Hernández en
Vallecas ya era más problemático. Me nacen hongos y lirios venenosos en las
tripas. El azar de la amistad y el azar de la élite. El coronel y la mujer
comiéndose la comida del gallo para almorzar. Chopin acompañándome, intentando
subrayarme. El engaño de la ideología. El coronel alimentándose de sus valores.
El poder de la herencia y el dinero. Estoy aquí sentado, orgulloso de ser
escritor. Orgulloso de haber descubierto y saboreado el tiempo, ese tiempo sin
números ni menciones honoríficas, ese tiempo de presencias imperfectas de
hombres y mujeres imperfectos. Orgulloso de haber leído a Machado y a Miguel
Hernández después de haber visto las grietas de las manos de mi padre, el
cocido a las nueve de la noche y el cansancio. Chopin parece que se relaja;
sueño con que el coronel, el próximo viernes, reciba su pensión y pueda ir al
cine con su mujer. La herencia social, la herencia histórica, la herencia del
dinero y el poder. Nuestra herencia muta. Antonio y Miguel perduran. A partir
de hoy me aprenderé de memoria más poemas de Antonio y Miguel para recitárselos
a mi hija. Algún día, cuando el tiempo del lenguaje y las risas nos abran sus
puertas, le describiré, milimétrica y cariñosamente, cómo eran las grietas de las
manos de su abuelo; donde cuidaba cabras su bisabuelo y el camino que seguía
para subir a la sierra a hacer picón para la semana y calentar el invierno;
bajo qué edificios se extendían los campos de algodón donde su abuela, que
abandonaba el colegio durante la época de recogida, arriñonada, conoció a su
abuelo, por azar, por ese azar verdadero que el tiempo del sudor nos regala.
Os dejo el enlace del programa Salvados: